No soy capitana, ni tan siquiera tengo un barco, pero hace muchos años que descubrí la navegación en una antigua goleta a manos de un canario con el pelo de paja y la nariz eternamente pelada por el Sol.
Recuerdo días felices en los que perdías el reloj y los zapatos, un extraño sosiego del alma en el que todo parecía empequeñecido por un mar inconmensurable: era una dulce renuncia de lo cotidiano donde imperaban otras normas y quedabas a la merced de los elementos. Y a pesar de que el trayecto se hiciera a veces incómodo ya sea por exceso de Sol o por tener que asearte con agua salada, pues no disponíamos de potabilizadora y el agua dulce era un bien escaso destinado en exclusiva al consumo, siempre valía la pena. Estar rodeada por el mar te hacía sentir libre.
Recuerdo esas puestas de Sol entre islas, cómo no recordarlas, recostada en la proa con el aria de “O mio babbino caro” resonando y la emoción del momento culminando en una lágrima furtiva. Recuerdo los jóvenes cuerpos torneados, las despreocupadas risas y la mirada de los que ya no están.
Y navegando esas horas largas, con los delfines a veces acompañándonos, juguetones, a ambos lados de la embarcación, te planteabas las eternas preguntas. En ese entonces, el placer de pensar por pensar y la curiosidad por descubrir no estaban empañados por el peso de la rutina diaria. En ese entonces ni tan siquiera eras consciente de lo felices que eran aquellos momentos.
Siempre me he preguntado sobre la condición humana. El individualismo imperante y la pérdida de la cooperación hace que muchas veces resuene en mis oídos la conocida frase que aprendí en mis viejas clases de latín: “Homo homini lupus”. A pesar de ello y de todos aquellos psicópatas que por suerte son una minoría pero que siempre acaban haciendo ruido en su alardeo banal de fuerzas, sigo creyendo en el ser humano.
Y es en el mar donde he conocido historias en las que el altruismo, la empatía y un sentimiento de humanidad compartida siguen salvando muchas vidas. Pero los protagonistas siguen siendo héroes anónimos alejados de los focos. Y eso, en un mundo donde el exhibicionismo de lo cotidiano en las redes le ha ganado el pulso a la preservación de la intimidad, donde la vida virtual es para muchos más vida que la vida real, dice mucho de ellos.